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martes, 4 de septiembre de 2012

Diferencia


Por Nuria Barbosa León  
La niñez de Eva Ludwig transcurrió en la ciudad de Zerbst en la extinta Alemania Democrática, nació justo en medio de la Segunda Guerra Mundial y de sus primeros años de vida no tiene nitidez en los recuerdos. Un hecho si la marcó profundamente, con cuatro años de edad.
A finales de la contienda bélica memoriza el territorio de su niñez en completa ruina. El lujoso castillo de los padres de la zarina Catalina derrumbado con paredes colgando, las calles de una ciudad barroca y legendaria agrietadas por las granadas y las explosiones, las viviendas que lograron sobrevivir adolecían de derrumbes parciales en alguna de sus instalaciones.

Con los últimos bombardeos se cuantificaron 574 habitantes muertos o desaparecidos. Como  reducto de guerra, once oficiales del Ejército Nazi decidieron  no entregarse y dos pobladores visitaron el alto mando militar de  los norteamericanos, acantonados a 16 kilómetros  junto al río Elba, que amenazaban con otro bombardeo de no ocurrir el rendimiento.

Tras mucho ruego y razones,  los dos jóvenes se ofrecieron como rehenes y prometieron entregar a los once nazis amotinados, sólo entonces los norteamericanos decidieron aplazar el nuevo bombardeo. 
La ciudad vio la entrada de una bandera blanca en un yipi militar americano descapotado, donde también viajaban los dos vecinos del pueblo. Ese momento fue aprovechado por los nazis para huir.
El 29 de abril 1945, Eva lo recuerda con la entrada de los norteamericanos a la ciudad, llegados en transporte automotor ligeros y descapotables, con uniformes muy limpios, armamento moderno, rostros  bronceados y proliferando palabras ininteligibles.

La bandada de muchachos se acerca a los militares con las manos extendidas pidiendo obsequios, los estadounidenses regalaron chocolates. 
Su estancia duró muy poco tiempo en el interior de la ciudad porque por un pacto de guerra, ellos se retiraron al lado occidental del río Elba dejando el Este para que fuera ocupado por el Ejército Rojo.
A los pocos días arribaron los primeros rusos, llegaron a caballos y en carruajes típicos que nombraban panjewagen. Llevaban cubiertas sus cabezas con gorras de cosacos, uniformes sencillos de color terracota,  descoloridos y hasta raídos por su uso, el rostro curtido por la severidad, las noches a la intemperie, el hambre  y las enfermedades. Su alimento consistía, muchas veces, en semillas de girasol y sopa de col.

Las familias sentían temor porque la propaganda anticomunista describía a los rusos como caníbales que comían niños, separaban a los matrimonios y enviaban a los hombres a Siberia. Otra vez los niños se  acercaron a ellos y pidieron obsequios.

Con la presencia de los chiquillos a su alrededor, los rusos sonrieron, hablaron en su lengua, buscaron en sus pocas pertenencias y compartieron su única riqueza del momento: terroncitos de azúcar.

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