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martes, 13 de octubre de 2015

Tiempo de acero


Día de protesta en Camagüey, marcha dirigida por el joven de 16 años Jesús Suárez Gayol*, líder de los estudiantes de segunda enseñanza en esa provincia.
De tez blanca, ojos azules y cuerpo menudo, acostumbra a exponer su pecho en la vanguardia del pelotón para convocar a la valentía y no sentir miedo a las armas de la policía.
El arquitecto Joel Díaz Gutiérrez lo recuerda: Una marcha por los derechos estudiantiles, finalizando la década de los 40. Suárez Gayol porta la bandera. Parten desde la emisora local por la principal calle para llegar al otro extremo de la ciudad. Se agarran por los codos y caminan en bloque unidos.
En medio de los jóvenes, Joel observa adultos no conocidos y piensa en los sindicalistas. Le llama la atención que esas personas no gritan en los coros, ni alzan los brazos con las consignas y se mantienen todo el tiempo observando a los demás.
En una de las entrecalles se aproxima la guardia a caballo. La multitud se detiene por un momento ante los soldados que hacen una barrera e impiden el paso por la avenida.
Pero en un impulso, Jesús Suárez Gayol alienta a la muchedumbre y los jóvenes chocan con los uniformados, pero de pronto se ven atacados por los adultos que marchan junto a ellos.
Uno saca un revolver, Joel al ver que va a disparar contra su compañero le cae a puñetazos y luego se incorporan los demás estudiantes que también son golpeados ferozmente por los gendarmes y por los infiltrados.
El atacante logra disparar un tiro al aire y en ese momento, la muchachada desarmada corre en diferentes direcciones.
Hasta el río llegan Jesús y Joel que se meten al agua con el sudor pegado a la espalda, el cansancio de una larga distancia recorrida y el sabor de un día de combate.


*Jesús Suárez Gayol, “El Rubio” en la columna del Che, murió combatiendo en Bolivia

jueves, 12 de febrero de 2015

Bautizo de fuego


Guerra en Angola de 1981 a 1983. Edilberto Remón Guerra participa en la Caravana de vehículos de Huambo a Moxico, como parte de la misión militar cubana.

Una fila de transportes, con el armamento y el avituallamiento de un regimiento, atraviesa el país africano en unos 20 días, en su paso revisan puentes, descubren aldeas, se auxilian de la topografía, exploran arboledas y terrenos con elevaciones. Viven un gran hostigamiento con las emboscadas enemigas.

Además, requieren de reparar los carros o destruirlos, de ser alcanzados por los explosivos enterrados, de ahí que la orden de parar ocurre con frecuencia.

En cada parada, la tropa acomete tareas en la guarda y custodia de los equipos, la limpieza y engrasamiento de las armas, así como el descanso tan ansiado por tantas horas de viaje en blindados con poca ventilación y oscuros. Algunos aprovechan para rociarse un poco de agua en el cuerpo porque el baño resulta un privilegio.

El ingenio criollo, presente en la tropa, aflora en los momentos de mayor tensión. En una misión de abastecimiento de agua potable en un río, el carro-cisterna se sumerge y, en la emergencia, con pericias de amarres y acciones rápidas lo capturan sin daños para el vehículo. A partir de ese hecho lo bautizaron como “la Buena Pipa”.

El General Romárico Sotomayor, nombrado al mando de la Caravana, transmite intranquilidad, su yipi se desplaza de un lugar a otro, velando porque todo estuviera en su sitio y las imprudencias no provocaran accidentes.

Así sorprende a la escuadra de Edilberto en una parada. En la fatiga prolongada de varios días de andar, los hombres aprovechan los escasos minutos para el afeite, escriben cartas, entablan partidos en juegos de mesa o duermen desprotegidos, distanciados de las arma, sin tener en cuenta un ataque imprevisto.

Por no tomar las medidas ante un enemigo real y cercano, el General los regaña tan fuerte que el sueño se aleja y el cansancio desaparece. Luego sólo quedan fuerzas para el engrase de la pieza de artillería.

La Caravana retorna a la marcha, a pocos kilómetros y después de pasar la línea del ferrocarril son emboscados. Por primera vez Edilberto siente la muerte cerca, nunca participó de un combate real. Dispara su arma parapetado detrás de un arbusto pero el temblor de las manos y pies no lo deja accionar adecuadamente.

Se dice así mismo: “Yo no tengo miedo”, pero su cuerpo tiembla. Al concluir la balacera, tira con rabia la ametralladora al suelo como la causante de no controlar sus nervios en la hora precisa.

A los pocos minutos, cuando estuvo más calmado la recoge, la besa y piensa que le salvaría la vida en momentos difíciles. Así fue.

viernes, 23 de enero de 2015

La tristeza de los humildes


Duele el pecho, el mundo llora, a Ayotzinapa le asesinaron 43 de sus jóvenes hijos el 26 de septiembre de 2014, por el sólo hecho de querer protestar contra una candidatura electoral fraudulenta.

Con anterioridad, se concretó el exterminio de tres estudiantes de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos”, 22 normalistas heridos y la masacre de tres personas más, calificados incluso por la ONU como “los sucesos más terribles de los tiempos recientes”.

Esa barbarie patentiza el sadismo, pavor y odio de clase que desbordan las oligarquías local y metropolitana, serviles a los órganos represivos hacia las resistencias con afán de acabar con un orden depredador y colonial.

Un fantasma se apoderó de las calles en México. Los padres de familia movilizaron cielo y tierra para hacer aparecer los cuerpos porque el silencio, la impunidad y la injusticia cobrarían la vida de más jóvenes. La no garantía de ser el último hecho es una certeza.

Estas tácticas y estrategias, materializadas por Estados Unidos y que opera en más de 54 países, incluyen desapariciones físicas, masacres, listas de asesinatos (kill list) o lista de eliminables, capturas, remoción de liderazgos, neutralización, cooptación de sectores sociales resignados, fragmentación y divisionismo de organizaciones, desinformación, guerra psicológica, marginación de guerrilleros, corrupción, infiltración, terror, traición y compra de caudillos, camarillas sindicales y cuadros pequeño-burgueses.

Por un lado, Ayotzinapa pone al desnudo la brutal guerra contrainsurgente de la oligarquía local y del imperialismo contra los condenados de la tierra, y por el otro, cristaliza la ofensiva insurgente anticapitalista de los trabajadores, pueblos, comunidades originarias y afrodescendientes, particularmente de Nuestra América.

Por eso ante el empuje de las movilizaciones, el presidente mexicano Enrique Peña Nieto no tuvo otra alternativa que reunirse con los padres de familia.

En el local, en un polo, los organizadores de las protestas con rostros curtidos por el sol y el trabajo, ropas desgastadas en su uso y con la mayor arma: la fuerza de la verdad. Del otro, la cúpula presidencial con cuellos blancos, trajes de etiquetas, poses ensayadas y respuestas exactas ya gastadas.

Una proposición emergió de los grupos de poder:

--Entregamos la cifra de 150 000 pesos mexicanos a cada familia y se acaban las movilizaciones.

Una voz de piel indígena respondió de inmediato:

--Cada una de nuestras familias aportará 150 000 pesos mexicanos porque el presidente nos entregue una de sus hijas.

El silencio irradió la escena, confirmó el resquebrajamiento de los cimientos obsoletos del sistema capitalista mundial y el preámbulo de las revoluciones socialistas del siglo XXI.