Por Nuria Barbosa León
Entró al aula y su cuerpo
tembló, sabía de un control a clase por parte del subdirector docente. En sus
brazos los materiales necesarios, el borrador, las tizas, el libro de texto, el
registro de asistencia y las tarjetas con el tema resumido.
Miró a sus alumnos, todos
uniformados de color azul, con edad superior a sus 16 años. Recordó a su madre,
una maestra graduada en la Escuela Normal antes del triunfo de la Revolución
que se sumó a la campaña de alfabetización de forma voluntaria y llevó a sus
hijos al trabajo con pocos días de nacido.
Gisela Mesa Leal conoció
con pocos años del polvo de la tiza, el verde del pizarrón, el olor a libros,
el silencio de la atención en una clase y la dinámica de una escuela. Cuando
tuvo que decidir por una profesión no lo pensó dos veces, la escuela era parte
de sus arterias.
Sus alumnos, de pie, en
saludo protocolar esperaban una señal para ocupar sus puestos e iniciar la
clase. Como un ritual, cada uno ocupó sus asientos, ella escribió el tema de la
clase en la pizarra y en la mención de los nombres de la lista recordó las
veces que dijo presente en las aulas de la escuela Ocho de Octubre del
municipio habanero del Cotorro, entonces Regional 10 de Octubre.
En los años 70, una gran
explosión de matrículas, devenido del ordenamiento para alcanzar grados
superiores en la meta del sexto y noveno grado, ideó un proceso acelerado para
incorporar jóvenes al Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech, creado a
partir del segundo Congreso de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza
Media el 4 de abril de 1972.
Se requirió captar a los
mejores estudiantes que concluyeran el décimo grado para finalizar el
bachillerato formándose en las especialidades docentes, con mayor incidencia en
el sur de La Habana, Isla de Pinos y Jagüey Grande, polos educacionales con
escuelas internas de nuevo tipo donde convergían estudiantes de diferentes
provincias y con desnivel en sus estudios.
Gisela seleccionó la
especialidad de historia, las anécdotas escuchadas en boca de su madre de los
líderes de la independencia del siglo XIX y las epopeyas históricas narradas,
la deslumbró y en un acto de completa voluntad pidió trabajar en el lugar de
mayor necesidad. Así llegó a Jagüey Grande en Matanzas.
Una vida conjunta con sus
alumnos provocó una madurez prematura para enfrentar situaciones de
convivencia, conocer sus interioridades, aconsejar como una madre, buscar
soluciones a los problemas, encarar los momentos de tristeza y gozar la alegría
del éxito en cada escolar.
Ella, vestida de uniforme
color azul oscuro, portando un emblema del 3er Contingente del Destacamento
Pedagógico en el brazo izquierdo se encontró al Subdirector sentado como un
alumno más al final del aula. Se trataban como compañeros de trabajo y sabía
que la evaluación de la clase la ayudaría en su desempeño futuro, pero sintió
temor.
Temor traducido en la
preocupación por no equivocarse, por vomitar el contenido sin errores,
memorizar cada letra, punto o coma, decir lo exacto y encontrar las palabras
para enlazar ideas sin tartamudear.
De pronto, un viento
abrió la puerta, cerró ventanas violentamente, voló los papeles y ella quedó
muda, desconcentrada totalmente. El sudor corrió por sus manos y descubrió las
tarjetas elaboradas. Entonces leyó y dictó el contenido en la peor clase de su
vida.
Pasado 30 años de
profesión, aprendió de aquel momento que las 24 horas del día son insuficientes
para preparar un tema y una buena oratoria docente se alcanza cuando se estudia
con rigor y se indaga más allá de los libros de textos.
Si le preguntan el
significado de la palabra profesor, responde con certeza: persona capaz de
cambiar a otras sólo con el arte del conocimiento.