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martes, 4 de septiembre de 2012

El Ballet


Nuria Barbosa León, 
periodista de Granma Internacional y Radio Habana Cuba

El balletLa efervescencia transmitida por la Revolución cubana abrió una década del setenta con una juventud protagonista del cambio en su máxima aspiración: Contribuir al ideal social.

En ese empeño Mariluz León Ávila, con sólo once años de edad decide ser educadora y matricula en la Escuela Formadora de Maestros Salvador Allende que se inauguró en la capital cubana en 1974.

El plantel se visualiza desde la avenida Boyeros, toma un área perimetral extensa de varios edificios, con canchas deportivas, piscinas y estadios, laboratorios bien equipados para el aprendizaje de las ciencias, bibliotecas, teatros, espacios para el desarrollo de las artes plásticas, la música, la danza y la literatura.

Los mismos estudiantes seleccionaron el uniforme a utilizar y los educandos de las escuelas pedagógicas lucían el color verde, zapatos negros, medias blancas hasta las rodillas para las hembras, saya-short oscura, blusa clara, corbata y un cintillo para el pelo. Los varones adoptaron el mismo color pero con pantalones largos.

Mariluz recuerda los caballetes para pintar óleos, los talleres de cerámica, instrumentos musicales, y equipos de sonido puestos a disposición de los estudiantes que se complementaban con la labor de extensión educacional en la visita a museos, teatros, estadios, cines, festivales culturales y charlas políticas en los días de plenos y asambleas.

Su memoria guarda el momento de asistir, por primera vez, al teatro García Lorca y disfrutar de la obra “El Lago de los Cisnes”.

Ellos ocuparon las mejores lunetas. Con el aire acondicionado y la música clásica de fondo, la mayoría de los jóvenes se quedaron dormidos, algo que molestó al público asistente.

Al llegar a la escuela, la Directora Zonia Romero, los reunió y trazó un plan de actividades para la semana próxima, donde se les explicó el origen de la danza clásica, los pasos fundamentales, las acrobacias, coreografías y la interpretación de los bailarines.

En la otra función, los estudiantes quedaron deslumbrados con la actuación.


Los alimentos y el agua


Nuria Barbosa León
Una infancia infeliz la relata mi amigo, el Jabao, siempre que tiene un rato libre y desea recordar, esos momentos de la Cuba capitalista.
Su madre, abandonada por el marido, enfrentó sola una prole de siete hijos que vivían todos en una habitación reducida en un edificio multifamiliar de la Habana, conocido como solar, donde abundaba el vago, la prostituta, la delincuencia, el tráfico de productos y de drogas, el desorden y la chusmería.
Los niños, sin asistir a la escuela, pasaban la mayor parte del tiempo, solos, deambulando en busca de algún favor que le devolviera unos centavos para comprar algún alimento porque la madre laboraba más de doce horas en una casa de Miramar como cocinera.
A la salida del trabajo, los hijos mayores se turnaban para traer de vuelta a la madre porque en el fondo de la lata de los desperdicios de la casa de ricos se sacaba el poco de comida que se podía ofertar en la noche a los muchachos hambrientos.
A la hora de comida, se coronaba la mesa con una gran jarra de agua y se servía las raciones a partes iguales, que resultaban ser escasa para los estómagos sedientos que no probaron otro alimento en todo el día.
Como consuelo y ante el reclamo de los muchachos de algo más para el estómago, llegaba la expresión:
--Tomen agua, con la comida se toma mucho agua.

Diferencia


Por Nuria Barbosa León  
La niñez de Eva Ludwig transcurrió en la ciudad de Zerbst en la extinta Alemania Democrática, nació justo en medio de la Segunda Guerra Mundial y de sus primeros años de vida no tiene nitidez en los recuerdos. Un hecho si la marcó profundamente, con cuatro años de edad.
A finales de la contienda bélica memoriza el territorio de su niñez en completa ruina. El lujoso castillo de los padres de la zarina Catalina derrumbado con paredes colgando, las calles de una ciudad barroca y legendaria agrietadas por las granadas y las explosiones, las viviendas que lograron sobrevivir adolecían de derrumbes parciales en alguna de sus instalaciones.

Con los últimos bombardeos se cuantificaron 574 habitantes muertos o desaparecidos. Como  reducto de guerra, once oficiales del Ejército Nazi decidieron  no entregarse y dos pobladores visitaron el alto mando militar de  los norteamericanos, acantonados a 16 kilómetros  junto al río Elba, que amenazaban con otro bombardeo de no ocurrir el rendimiento.

Tras mucho ruego y razones,  los dos jóvenes se ofrecieron como rehenes y prometieron entregar a los once nazis amotinados, sólo entonces los norteamericanos decidieron aplazar el nuevo bombardeo. 
La ciudad vio la entrada de una bandera blanca en un yipi militar americano descapotado, donde también viajaban los dos vecinos del pueblo. Ese momento fue aprovechado por los nazis para huir.
El 29 de abril 1945, Eva lo recuerda con la entrada de los norteamericanos a la ciudad, llegados en transporte automotor ligeros y descapotables, con uniformes muy limpios, armamento moderno, rostros  bronceados y proliferando palabras ininteligibles.

La bandada de muchachos se acerca a los militares con las manos extendidas pidiendo obsequios, los estadounidenses regalaron chocolates. 
Su estancia duró muy poco tiempo en el interior de la ciudad porque por un pacto de guerra, ellos se retiraron al lado occidental del río Elba dejando el Este para que fuera ocupado por el Ejército Rojo.
A los pocos días arribaron los primeros rusos, llegaron a caballos y en carruajes típicos que nombraban panjewagen. Llevaban cubiertas sus cabezas con gorras de cosacos, uniformes sencillos de color terracota,  descoloridos y hasta raídos por su uso, el rostro curtido por la severidad, las noches a la intemperie, el hambre  y las enfermedades. Su alimento consistía, muchas veces, en semillas de girasol y sopa de col.

Las familias sentían temor porque la propaganda anticomunista describía a los rusos como caníbales que comían niños, separaban a los matrimonios y enviaban a los hombres a Siberia. Otra vez los niños se  acercaron a ellos y pidieron obsequios.

Con la presencia de los chiquillos a su alrededor, los rusos sonrieron, hablaron en su lengua, buscaron en sus pocas pertenencias y compartieron su única riqueza del momento: terroncitos de azúcar.

El Tren


Por Nuria Barbosa León, 
periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba

Como niño, su delirio consistía en ver pasar al tren. 

Seleccionaba el lugar cercano a los raíles, escondido entre la hierba y quedaba quieto para que la velocidad del aparato lo estremeciera hasta hacerlo temblar y ver como todo a su alrededor se movía junto al ruido. Entonces la alegría florecía y el panorama se tornaba diferente.

El aire brotado por la velocidad oxigenaba su espíritu, y soñaba. Se imaginaba vestido de uniforme con chaqueta y botonera manejando aquel artefacto, descubriendo ciudades y saludando a la gente, a los árboles, a las casas, incluso al sol, la luna, la oscuridad y la lluvia.

No hablaba con nadie de su fantasía y menos de su conducta, el castigo de los padres podría llegar de una frase que lo delatara cerca del tren.

Tenía 11 años cumplidos aquel verano del año de 1958. La obsesión de Nelcito por los trenes lo hacía idear juguetes con cajas de fósforos  vacías y amarradas por cuerdas. También con dibujos en los cuadernos de clases con los vagones acompañados por la locomotora.

Conoció cómo vivir entre la pobreza y la escasez desde que nació. Sus padres,  campesinos de la zona de Bacuranao en la periferia de La Habana amanecían en el trabajo que sólo cubría el sustento de una comida al día con algunas viandas y hortalizas.

En su casa, -construida de madera, forrada con chapas de cualquier color o anuncio, con techo de yagua-, vivían cinco niños: un varón y cuatro hembras. La madre brindaba la borra de café al desayuno para asistir a la escuela, alejada en varios kilómetros de distancia.

El andar descalzo le proporcionó la deformidad en sus pies. Ese día vestía de short corto de mezclilla raído por las patas dejando los flecos colgados, llevaba una jaula con un pajarito para que adornara el rancho y por la claridad del día dedujo que de un momento a otro pasaría el tren.

Esta vez, quedó muy cercano al puente. Los arbustos que rodeaban las líneas facilitaban buena visibilidad y protección, con una proximidad suficiente para –luego- soñar en la hamaca, con el temblor del suelo al paso de los vagones y dormir, aunque no hubiese una digestión segura.

El tren se aproximó mucho y en su paso por el puente disminuyó la velocidad, entonces vio como tres jóvenes barbudos saltaron y corrieron hacia el monte en una carrera veloz, uno de ellos descubrió la presencia del niño y con el dedo índice en forma vertical sobre los labios le hizo la señal de silencio.

El niño un poco desconcertado, se alejó del lugar casi inmediatamente en que el tren desaparecía con su pitazo y su ruido.

Fue entonces que se pegó a la carretera y vio al yipi que frenó a su lado. Dos soldados con fusiles al hombro le preguntaron:

--¿Por dónde cogieron los que saltaron del tren?

El miedo lo paralizó al instante porque las historias de los abusos de la guardia rural se repetía entre las familias de la zona, conocía de atropellos y si algún vecino ponía resistencia, simplemente una bala perdida se sembraba en la piel y todo quedaba como la defensa ante un revoltoso contra la autoridad.

El niño no respondió a las interrogantes de los militares y la furia selló la violencia:

--Habla, pichón de comunista, ¿dónde se metieron?

Como no hubo respuesta, el filo cortante de la bayoneta del fusil se enterró en un costado del cuerpo infantil, que cayó sobre el pavimento y soltó la jaula escapando el pájaro. Ya en el piso una patada por el vientre lo hace rodar por la cuneta a una altura de casi un metro.

Luego de realizar la bárbara acción, los hombres se metieron dentro del yipi que a toda velocidad desapareció sin importar, en lo más mínimo, el daño causado.

La mano infantil se cubrió la herida por la que brotaba mucha sangre, se incorporó y corrió hacia su casa. Las lágrimas no eran de dolor sino de odio.